Mujeres refugiadas lideran la lucha contra la violencia de género
Las mujeres desplazadas por la fuerza suelen ser las más indicadas para liderar las intervenciones contra la violencia de género y otros problemas que afectan a sus comunidades. Todo lo que necesitan es apoyo y recursos.
Deborah conversa con otra refugiada de Myanmar. Es una de las 16 refugiadas que dirigen grupos de apoyo en línea en Malasia para mujeres afectadas por la violencia de género.
© ACNUR/Patricia Krivanek
Cuando Deborah fue víctima de la violencia doméstica, no se lo dijo a nadie.
En su comunidad de personas refugiadas de Myanmar, que viven en la capital de Malasia, Kuala Lumpur, la violencia contra las mujeres en el hogar se consideraba un problema familiar.
“Me daba vergüenza compartir mi experiencia con otras personas”, recuerda. “Tenía miedo de que dijeran que era mi culpa”.
Pero a través de su trabajo con la Organización de Mujeres Étnicas Refugiadas de Myanmar, basada en la comunidad, conoció a otras mujeres que sufrían en silencio, y cuando la invitaron a ayudar a idear y dirigir un proyecto para apoyar a las mujeres refugiadas afectadas por la violencia de género, aceptó.
Pedir a las mujeres refugiadas que identifiquen soluciones a los problemas que las afectan y asociarse con ellas para aplicarlas puede no parecer algo innovador. Pero, de acuerdo con la Profesora Adjunta, Eileen Pittaway, de la Red de Investigación sobre Migraciones Forzadas de la Universidad de Nueva Gales del Sur (UNSW, por sus siglas en inglés), en Sidney, Australia, se está convirtiendo en algo normal desde hace poco tiempo.
En el pasado, comenta, “las mujeres refugiadas eran vistas como vulnerables o indefensas, y esto se reflejaba en los medios de comunicación y en las campañas de recaudación de fondos. En realidad, son fuertes protectoras de sus familias y de sus comunidades”.
El Pacto Mundial sobre los Refugiados, afirmado por la Asamblea General de la ONU a finales de 2018, incluyó compromisos de los Estados para apoyar la igualdad de género y el liderazgo de las mujeres refugiadas, pero traducir esos compromisos en acciones y recursos predecibles sigue siendo un trabajo en progreso.
“En algunos lugares, existe la idea de que la única manera de abordar la violencia de género es lanzar en paracaídas a expertos capacitados en Occidente, mientras que las propias mujeres refugiadas pueden responder”, señala Pittaway.
Esto está cambiando. Las mujeres desplazadas por la fuerza dirigen cada vez más actividades e intervenciones, y las ONG y los socios humanitarios aportan financiación y capacitación cuando es necesario.
“Nos dicen: 'No tienen que hacerlo por nosotras, solo tienen que darnos los recursos y podremos hacerlo nosotras mismas'”, comparte Pittaway.
Ella y su colega de la UNSW, la doctora Linda Bartolomei, llevan más de 20 años apoyando a las mujeres refugiadas para que “lo hagan por sí mismas”, tras su experiencia de trabajo con mujeres que vivían en los campamentos de la frontera entre Tailandia y Myanmar en la década de 1990.
“Estas mujeres dijeron que trabajarían con nosotras con la condición de que las involucráramos en cualquier investigación que hiciéramos. Querían que cualquiera que participara [en la investigación] supiera que iba a recibir algo a cambio, y lo que querían era capacitación en derechos humanos”, recuerda Pittaway.
Ella y Bartolomei diseñaron un módulo de formación para las mujeres y, en el proceso, desarrollaron una metodología – Investigación Recíproca – que tiene como objetivo garantizar que las mujeres y niñas refugiadas participen en el diseño y la ejecución de los programas destinados a apoyarlas.
Su actual proyecto de 3,5 años, Mujeres y niñas refugiadas: La clave del Pacto Mundial sobre los Refugiados, financiado por el Gobierno Australiano y llevado a cabo en colaboración con organizaciones de mujeres refugiadas, ONG locales, académicos, y ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados, está apoyando las intervenciones dirigidas por mujeres refugiadas para responder a la violencia de género en Malasia, Tailandia y Bangladesh.
La necesidad de este tipo de proyectos locales, dirigidos por personas refugiadas, se ha hecho aún mayor durante la pandemia de COVID-19, ya que los confinamientos han arrebatado a las personas refugiadas sus medios de vida, a menudo precarios, aumentando las tensiones en los hogares y dificultando a las agencias internacionales brindar servicios de apoyo.
“Cuando la COVID llegó a Malasia, las mujeres refugiadas en particular se volvieron más vulnerables... la violencia doméstica se aceleró”, destaca Naima Ismail, Presidenta de la Asociación de Mujeres Somalíes de Malasia.
La primera fase del proyecto consistió en consultas a profundidad con mujeres refugiadas líderes como Naima y Deborah, que ya estaban en la primera línea de las respuestas a la COVID en sus comunidades. “Identificaron los problemas a los que se enfrentaban y propusieron soluciones viables”, explica Bartolomei.
Posteriormente, las mujeres recibieron capacitación y financiación para dirigir proyectos de respuesta a la violencia de género y a la COVID-19 en sus comunidades.
“Podían utilizar la financiación para abordar lo que consideraban prioritario”, señala Pittaway.
En Malasia, Naima, Deborah y otras 14 mujeres que representan a siete comunidades refugiadas diferentes fueron contratadas como puntos focales de la comunidad para dirigir grupos de apoyo en línea que ofrecen un espacio seguro para que las mujeres hablen de sus experiencias de violencia de género.
“Si no me levanto y hablo de mi experiencia, ¿cómo voy a ayudar a mis compañeras refugiadas?”
Esas experiencias van más allá de la violencia en el hogar. Incluyen ser forzadas a casarse, ser explotadas sexualmente o abusadas por arrendadores y empleadores, y arriesgarse a la violencia al verse obligadas a recurrir al trabajo sexual para alimentarse a sí mismas o a sus familias.
Deborah compartió su propia experiencia para ganarse la confianza de las mujeres de su grupo.
“Al principio fue muy difícil... pero sé que, si no me levanto y hablo de mi experiencia, cómo voy a ayudar a mis compañeras refugiadas que no saben dónde compartir sus problemas”, comenta.
En los campamentos de refugiados rohingyas de Bangladesh, las mujeres que prestaban apoyo a las supervivientes de la violencia de género pidieron más capacitación para poder defenderse ante los jefes de los comités de los campamentos, en su mayoría hombres.
Y en la frontera entre Tailandia y Myanmar, las mujeres refugiadas que ya dirigían servicios de apoyo y casas de seguridad para las supervivientes de la violencia de género pidieron financiación para proporcionar alimentos a las familias que habían perdido sus medios de vida debido a la COVID. El estrés financiero y la falta de alimentos en los hogares estaba poniendo a las mujeres en mayor riesgo de sufrir violencia a manos de sus parejas.
En Kuala Lumpur, los grupos de apoyo en línea ayudan a resolver lo que Deborah describe como una grave carencia de servicios para las mujeres y niñas de su comunidad. Otras organizaciones comunitarias están dirigidas principalmente por hombres, explica. “No incluyen a las mujeres en la toma de decisiones, y dicen que la violencia de género es solo cosa de mujeres”.
El proyecto de la UNSW finaliza a principios de 2022, pero se espera que la financiación adicional permita prorrogarlo al menos tres años más. Una evaluación de su primera fase constató mejoras en la creación de espacios seguros para denunciar y orientar a las mujeres y niñas refugiadas que sufren violencia de género en los tres países. Las mujeres refugiadas que dirigen los proyectos también informaron de un aumento significativo de la sensación de que son escuchadas y respetadas.
“No estoy acostumbrada a que se escuche mi voz”, menciona Naima. “Pero al compartir nuestra perspectiva y lo que hacemos, creo que es un muy buen comienzo”.