La apatridia, una cárcel sin barrotes
A sus 74 años y tras un largo periplo en busca de una nacionalidad, Sergio ha sido reconocido como apátrida en España, recuperando los derechos más básicos y su capacidad de soñar.
Sergio Chekaloff posa ante la cámara frente al taller de la empresa familiar de construcción que sus hijos fundaron en Ibiza, Islas Baleares (España).
© ACNUR/Jon Cuesta
A sus 74 años y tras un largo periplo en busca de una nacionalidad, Sergio ha sido reconocido como apátrida en España, recuperando los derechos más básicos y su capacidad de soñar.
Sergio Chekaloff es apátrida. Nació en 1946 en el corazón de un continente devastado por la Segunda Guerra Mundial. Su padre, Georg, ruso cosaco, era originario de Ereván, hoy capital de Armenia. Tras el armisticio de la Guerra, Georg, ingeniero civil, quedó al frente de una columna de refugiados que se asentó en Wilhelmsthal, en el este de Alemania, en un campo de refugiados. Allí conoció a Sybille, una joven alemana que trabajaba como intérprete en el campo. Ambos acabaron enamorándose, contrajeron matrimonio y un año más tarde nació Sergio en el castillo de Wilhelmsthal, donde se había improvisado una especie de hospital.
Tras un tiempo en Alemania, la familia decidió probar suerte a miles de kilómetros, en otro hemisferio y continente. Embarcaron en Marsella con destino a Buenos Aires, en un viaje que duró 23 días. Sergio llegó a Argentina con apenas dos años, con una partida de nacimiento alemana, pero sin posibilidad de optar a la nacionalidad de su país natal. Cuando él nació, su madre estaba ya casada con su padre, y en aquel momento Alemania sólo otorgaba la nacionalidad a los hijos de madres solteras, no a los niños de madres casadas con extranjeros.
En Argentina le fue concedida una cédula federal, una especie de documento de identidad para extranjeros, y allí siempre le consideraron como alemán. “Las únicas limitaciones que tenía era que no podía votar para presidente de la República ni salir del país, pero Argentina es un país muy grande”, bromea Sergio. Se casó con una mujer argentina, tuvo siete hijos y trabajó toda su vida como camionero y mecánico, sin demasiados problemas a pesar de no tener una nacionalidad reconocida.
Fue en 2008, tratando de viajar a España donde varios de sus hijos se habían afincado en la isla balear de Ibiza, cuando empezó a ser consciente del limbo legal en el que se encontraba. “Mi padre vino con un pasaporte argentino para extranjeros que no acreditaba ningún tipo de nacionalidad”, comenta Tamara, hija de Sergio. “Ahí fui más consciente de que había un problema y fue cuando empezamos a buscar soluciones”.
"Estaba en una cárcel sin barrotes, sin poder salir hacia ningún lado"
Cuando su pasaporte para extranjeros caducó, Sergio decidió acudir a la embajada de Alemania, país en el que había nacido, para que le documentara como nacional. Un largo proceso burocrático que no llegó a buen término. Sergio también intentó obtener la nacionalidad rusa, por parte de su padre, e incluso la armenia, pero sin éxito por los cambios experimentados tras el desmembramiento de la Antigua Unión Soviética y las leyes de nacionalidad. Sin ser reconocido como nacional de ningún país, de pronto, Sergio se encontraba encerrado en una pequeña isla española, sin documentación válida y en situación irregular. No podía trabajar legalmente, ni sacarse el carnet de conducir, ni tener una cuenta bancaria, ni contratar una línea telefónica. A ojos de la administración, Sergio no existía. “Estaba en una cárcel sin barrotes, sin poder salir hacia ningún lado”.
Durante años, Sergio y su familia batallaron infructuosamente contra ese vacío legal en busca de una respuesta, hasta que se encontraron con la campaña #IBelong (‘#YoPertenezco’) que ACNUR estaba impulsando para sensibilizar y erradicar la apatridia en el mundo.
La oficina de ACNUR en España asesoró a la familia y la canalizó hacia el procedimiento para el reconocimiento del estatuto de apátrida, con el que España cuenta como país firmante de las dos Convenciones de la ONU sobre la Apatridia de 1954 y de 1967. Gracias a este procedimiento, finalmente, en junio de 2019, las autoridades españolas reconocieron y documentaron a Sergio como apátrida. Actualmente trabaja de forma legal en la empresa de su hijo, encargándose del mantenimiento de los vehículos de trabajo, y puede llevar a cabo actividades tan rutinarias como comprar con una tarjeta de crédito a su nombre o viajar libremente por toda la Unión Europea.
“La incertidumbre es lo que le ha cambiado”, señala Tamara. “Ahora tiene unos papeles que le otorgan un lugar dentro de la sociedad”.
A sus 74 años, con toda una vida a sus espaldas, Sergio todavía tiene algunos sueños que cumplir. “Me encantaría viajar a Armenia, que es donde nació mi padre, y también a Alemania, donde nació mi madre”, comenta. “Serían las dos cosas que me quedarían por hacer antes de irme al otro barrio”.
"Una lacra que afecta globalmente"
Ninguna región del mundo está exenta de tener apátridas. Según cifras de ACNUR, alrededor de 4,2 millones de personas tenían la condición de apátridas en 2019, aunque se cree que el número es mucho más elevado precisamente por la invisibilidad de su población. La preocupación es todavía mayor desde la irrupción de la pandemia de la COVID-19, que ha agravado la vulnerabilidad de las personas apátridas.
Para millones de personas, la apatridia, la carencia de una nacionalidad, comporta una suerte de invisibilidad, de muerte civil: la imposibilidad de ejercer sus derechos más básicos, aquellos que todos damos por hechos, viajar legalmente, contraer matrimonio, acceder a servicios médicos, educativos, inscribir el nacimiento de sus hijos…
En noviembre de 2014, ACNUR lanzó la campaña global #IBelong (YoPertenezco) para acabar con la apatridia en el mundo. La campaña, planificada para 10 años, establece un marco de trabajo conjunto con los Estados y la comunidad internacional. “El objetivo es que antes de 2024 consigamos erradicar la apatridia en el mundo, que todo el mundo pueda tener un país al que diga yo pertenezco”, señala Rosa Otero, responsable adjunta de comunicación de ACNUR en España
Sergio, consciente de lo peculiar de su historia biográfica, opta por tomárselo con humor. “Para los argentinos, soy alemán. Para los alemanes, soy ruso. Los rusos dicen que mi padre nació en Armenia y Armenia no encuentra ningún papel, así que no me quieren tampoco”, ironiza. “Soy apátrida”.