La hija del viento
Marcia es experta empacando. A fuerza de salvar la vida aprendió a cargar lo necesario en una bolsa.
Su existencia, y la de los integrantes de su familia, se convirtieron en un periplo eterno que llegó hace más de tres años a Quito.
– Desde pequeña aprendí a trabajar – dice con voz fuerte y un acento marcadamente colombiano.
Con una cuchara sopera les da vueltas a las empanadas y las cubre con aceite hirviendo. Su hermana llegará en minutos para ir a venderlas, con café negro, en las calles del barrio Carapungo, donde viven desde que llegaron a la capital de Ecuador.
– Esto ha sido muy verraco. A los ocho días de haber llegado, ya sabíamos que no encajábamos. Los vecinos empezaron a cuchichear que éramos muchos, que ¡qué horror todos esos colombianos! Y es que la verdad siete mocosos hacen mucha bulla.
Marcia voltea a mirar a su pequeño de tres años, que está sobre una de las cuatro camas que apenas dejan espacio para caminar. En un rincón se ven apiladas cinco maletas y bolsas con ropa. Una organización milimétrica, como la disposición de una lata de sardinas, permite acomodar no sólo a trece personas sino dejar un espacio para la cocina. Una cortina de plástico hace la división, pero el aire se siente pesado. Es una mezcla indefinida de olores a fritanga y sudor.
* El nombre fue cambiado para proteger la identidad del personaje, pero sobre todo para darle tranquilidad y seguridad a esta mujer, que pese a estar a cientos de kilómetros de su tierra natal, se siente intranquila y muy vulnerable.
Texto de Nelly Valbuena Bedoya.