Buscando la seguridad para sus hijos
El dolor de Rosa está justo debajo de la superficie. Ella ha estado tratando de mantenerse fuerte para su hijo de catorce años y su hija de ocho años desde que los tres huyeron a México. Pero su mano se estremece cuando llega a una carpeta y saca un certificado de defunción.
El certificado ha sido mostrado tantas veces, que casi se rompe. Rosa ni siquiera puede leerlo, ella no ha aprendido a leer ni a escribir, y sin embargo, lo acaricia en una especie de ritual. Una forma de recordar lo que ha perdido.
No es como si hubieran tenido una buena vida en Honduras. Las pandillas se volvían cada más audaces, más poderosas y más viciosas. Los secuestros, las violaciones y los asesinatos se convirtieron algo común. Ella y sus hijos vivían en constante temor. Rosa no tenía marido, y mantenía a sus hijos trabajando como sastre y cocinera. Pero las pandillas extorsionaban los escasos ingresos que hacía, de modo que apenas había suficiente para mantenerlos vivos. “Era muy triste”, dijo ella, sacudiendo la cabeza.
Su hijo mayor había hecho lo que tantos no habían hecho, se negó a unirse a las pandillas que aterrorizaban a comunidades enteras. Quería abrirse camino para sí mismo y para su familia, construir un futuro del que podría estar orgulloso. Tenía un trabajo en una fábrica de plástico, una novia y un bebé en camino.
Pero en Honduras, negarse a unirse a una de las pandillas es a menudo similar a una sentencia de muerte. Así que una noche, se encontró a varios miembros de la pandilla que esperaban por él en la parada del autobús. Su cuerpo fue encontrado a la mañana siguiente. Su novia estaba tan molesta, y asustada, que perdió al bebé que llevaba. En un horrible acto de violencia, Rosa había perdido a su hijo y a su nieta que aún no nacía.
Casi paralizada por el miedo, Rosa se sentó con su hijo e hija y les dijo la verdad: era hora de irse. Su hijo comprendió, él también había recibido amenazas de las pandillas, a pesar de que sólo tenía 14 años. Recogió todos sus documentos y cargó dos maletas pequeñas para él y su hermana.
Viajaron durante dos días hasta llegar a la frontera mexicana, luego tomaron un pequeño barco al otro lado del río y un autobús a Tapachula. Finalmente, Rosa dejó de tener miedo. A partir de ahora, pensó, las cosas podían mejorar. Deseaba una buena educación para sus hijos y un trabajo que le permitiera mantener a su familia con dignidad. En Honduras, estas cosas eran imposibles. Pero ahora hay esperanza.
Una amable mujer mexicana les dio a Rosa y sus hijos información sobre cómo solicitar asilo, y también les ayudó a encontrar un lugar para quedarse. El personal del ACNUR en la región se reunió con Rosa y la inscribió en el programa de ayuda en efectivo, para ayudarla a cubrir el alquiler y los alimentos. Su habitación alquilada es pequeña, pero contiene una pequeña nevera y una estufa, lujos con los que la mayoría de los refugiados sólo pueden soñar. Rosa hace lo posible para mantener la habitación ordenada, con un paño azul colgado del techo separa la cama que comparten los tres del resto de la habitación.
Están en México desde hace un año, y Rosa tenía razón: las cosas están mejorando. Ella trabaja limpiando para algunos de sus vecinos, pero no es suficiente para pagar el alquiler y comprar comida. La asistencia mensual en efectivo del ACNUR asegura que ella pueda pagar su renta y cubrir las necesidades básicas de su familia. Los niños van a la escuela y tienen nuevos amigos. Su hijo está sobresaliendo en sus estudios, y ella exhibe orgullosa una foto de él y de sus compañeros de clase.
“La escuela es mucho más fácil aquí”, dice el niño con una risa. “Las personas son agradables. A veces extraño a mis amigos en Honduras. No he oído de ellos en mucho tiempo. Pero me gusta aquí, no quiero volver.
Rosa siente lo mismo, su tristeza se levanta como un velo mientras escucha a su hijo hablar. “Creo que el guineo verde es la única cosa que extraño de Honduras”, dice sonriendo.