Un jardín de paz, emoción, unidad, sabiduría, integración y orgullo

Foto: ACNUR/ S.Crétinon

Foto: ACNUR/ S.Crétinon

¿Quién hubiera pensado que un pedacito de tierra cultivado con plantas, verduras y frutas tenía tanto potencial? Para doña Noemí, el huerto urbano que está cultivando desde hace más de dos años tiene cualidades sanadoras para ella, sus dos hijos y su esposo.

“Meterme al huerto es como entrar en un lugar de paz” afirmala señora, con una sonrisa y los ojos brillantes de emoción. La emoción que le brinda este rincón de paraíso donde escapa del estrés de la dura realidad de una persona refugiada.

Doña Noemí es colombiana, y lleva  tres años en el Ecuador. Antes de llegar, nunca había pensado en tener un jardín tan lleno de riqueza natural como este.

“Hoy tengo lechuga, zucchini, varios tipos de papa, pepinillo, zanahoria, tomate, cientos de variedades de hierbas aromáticas, frutilla, granadilla, taxo… Cultivar el huerto es un momento alegre, todos nos involucramos y nos une familiarmente”.

Noemí forma parte de un grupo de 70 familias, cuyo lema es Huertos urbanos, alimentación sana y cultura de paz. A través de ese grupo, doña Noemí se ha integrado junto con otras personas refugiadas y ecuatorianas, desarrollando lazos fuertes de amistad y solidaridad.

Sabiduría es otra de las alegrías que le brinda su jardín. Gracias a sus experiencias y a la capacitación que recibe a través del FEPP, agencia socia del ACNUR que trabaja en Imbabura y Tulcán, doña Noemí, que empezó con un terreno pequeño plantando en botellas de plástico, ahora tiene un terreno de 250 metros cuadrados, prestado por el dueño de su casa.

Y con la voz llena de orgullo reconoce: “Estamos entre los mejores del grupo con nuestro huerto. Gracias a él, ya no tengo que ir al mercado y logro vender verdura o fruta a los vecinos”. Con lo que, además de ser una verdadera fuente de recursos económicos, el huerto urbano es una fuente de integración en la sociedad ecuatoriana.

No ha sido fácil, sin embargo, conservar su huerto. Por razones de seguridad, Noemí y su familia han tenido que cambiarse de casa dos veces, casi inmediatamente.

“Trasladar las plantas de un lugar al otro ha sido muy difícil y cada vez tuvimos que dejar algunas en las casas anteriores” cuenta la señora. Pero, ella misma ha aprendido de sus experiencias, y ha sabido adaptar su huerto a los imprevistos de su vida de refugiada: la mayor parte de sus macetas están diseñadas para poderse agarrar muy fácilmente en caso de que necesite moverlas.

“Mi huerto es como un hijo que tengo creciendo, lleno de sorpresas y de satisfacción… Satisfacción de poder compartir con las personas los productos cultivados con mis manos”.

Sarah Crétinon trabaja en la oficina de ACNUR en el Eje Andino 


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